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número 32, ha decidido la nueva victoria conseguida por nuestras armas. Los enemigos, coligados, tenían establecido un reducto formidable, que era preciso tomar, por ser la llave de la posición de donde pendía el éxito de la batalla. La muerte del primer valiente que fuera al asalto era cosa segura: el capitán D’Auverney se ha sacrificado. Tomó el reducto, conseguimos la victoria y él murió en la empresa; se han encontrado muertos también, a sus pies, al sargento Tadeo, del mismo regimiento, y a un perro. Por lo tanto, propongo a la Convención nacional que se sirva declarar benemérito de la patria al capitán Leopoldo d’Auverney. Ya veis, representante—añadió el general con calma—, la gran diferencia de nuestros cargos. Cada cual enviamos una lista a la Convención, y el mismo nombre se encuentra en ambas. Pero vos le proclamáis por traidor y yo por héroe; vos le consignáis a la ignominia; yo, a la gloria; vos le erigís un cadalso; yo, un trofeo; a cada cual su oficio. ¡Fortuna, sin embargo, que este valiente ha sabido escapar del suplicio que le teníais preparado, pereciendo en el campo de batalla! A Dios gracias, murió la víctima que deseabais inmolar sin querer aguardaros.

El representante, furioso al ver desvanecerse su conspiración con el conspirador, prorrumpió entre dientes:

—¡Ha muerto! ¡Qué lástima!

El general lo oyó, y repuso indignado:

—Aún os queda un arbitrio, ciudadano repre-