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llamado Leopoldo d’Auverney, que sirve en el regimiento número 32. ¿Le conocéis, acaso?

—Y tanto—replicó el general—. Ahora mismo estaba leyendo el parte del coronel sobre ese mismo sujeto. El regimiento número 32 tenía un excelente capitán.

—¡Cómo es eso, ciudadano general!—-dijo el representante del pueblo con altivez—. ¿Por ventura, le habéis dado algún ascenso?

—No negaré, ciudadano representante, que tales eran mis intenciones...

En esto, el comisionado interrumpió con enojo al general.

—La victoria os ciega, general M... Tened cuidado con lo que hacéis y con lo que digáis. Si fomentáis en vuestro seno a las serpientes enemigas del pueblo, no extrañéis que el pueblo os aniquile al exterminarlas. Este Leopoldo d’Auverney es un aristócrata, un contrarrevolucionario, un realista, un moderado, un girondino. La vindicta pública le reclama, y hay que entregarle entre mis manos sin tardanza.

El general respondió con frialdad:

—No puede ser.

—¿Que no puede ser?—repuso el comisionado, cuya ira se acrecentaba—. ¿Ignoráis, general M..., que aquí no existen otras facultades ilimitadas sino las mías? ¡La república lo ordena, y vos no podéis! Escuchadme: en consideración a la victoria que habéis obtenido, tendré la condescendencia de leeros los apuntes que me han entrega-