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que el representante del pueblo, en comisión cerca de él, pedía luego hablarle. Aborrecía el general a esta especie de embajadores de gorro colorado, enviados por la Montaña a los campamentos para degradarlos y diezmarlos, hambrientos delatores a quienes encargaban los verdugos el servir de espías contra la gloria. Hubiera, sin embargo, sido peligroso negarse a recibir sus visitas, y hubiéralo sido más aún después de un triunfo, porque el ídolo sangriento de aquella época prefería las víctimas ilustres, y los sacrificadores de la plaza de la Revolución se llenaban de júbilo cuando lograban de un golpe solo echar a tierra una cabeza y una corona, ya fuese de espinas, como la de Luis XVI, ya de flores, como la de las doncellas de Verdun; ya, por fin, de laureles, como las de Andrés Chenier o Custines. Mandó, pues, el general que entrase sin demora el representante.

Después de algunas enhorabuenas, ambiguas y llenas de cortapisas, sobre la victoria reciente de las armas republicanas, acercándose el representante al general, le dijo a media voz:

—Pero no es eso todo, ciudadano general: no basta vencer a los enemigos de afuera, sino que es también preciso exterminar a los enemigos domésticos.

—¿Qué queréis decir, ciudadano representante?—respondió el general, sorprendido.

—Hay en vuestro ejército—prosiguió con misterio el comisionado de la Convención—un capitán