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ñadas, y subimos collados, y cruzamos selvas, hasta que al fin...—

Faltóle ahora a D’Auverney el aliento; la más lúgubre desesperación se retrató en su semblante, y consiguió apenas articular estas palabras:

—Prosigue, Tadeo, que yo no tengo más fuerza de ánimo que una vieja.

El sargento veterano no estaba menos conmovido que el capitán; pero, sin embargo, trató de obedecer el mandato.

—Con permiso, pues que usted lo ordena, mi capitán. Ahora bien: es el asunto, señores oficiales, que aun cuando Bug-Jargal, llamado Pierrot, fuese un negrazo de muy buen genio y muy robusto y de mucho ánimo, y el hombre más valiente de la tierra después de usted, mi capitán, no dejaba yo de tenerle mucha tirria, que nunca me lo perdonaré a mí propio aun cuando el capitán me lo haya perdonado. Así, mi capitán, cuando supe que se anunciaba su muerte de usted para dentro de dos días, entré en un arrebato de cólera contra el pobre hombre y tuve un verdadero gusto infernal en anunciarle que él, o bien, a su falta, diez de los suyos, irían a servirle a usted de compañía, fusilados por vía de represalias, como se dice. A esta nueva no dijo nada, sino que dos horas después se escapó, haciendo un gran agujero...

D’Auverney hizo un gesto de impaciencia, y Tadeo prosiguió así:

—¡Pues vamos! Cuando se vió la bandera en la