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—Escucha—dijo—.

Y, en seguida, un sordo ruido, semejante al estrépito de un cañón, resonó en las cañadas y perdióse retumbando por los ecos del monte.

—¡Esa es la señal!—exclamó el negro en lúgubre acento.

Y luego añadió:

—¿No ha sido un cañonazo?

Hice con la cabeza un gesto afirmativo. Él entonces trepó en dos saltos a una encumbrada loma, y yo le seguí. Llegados arriba, cruzó los brazos y me preguntó con melancólica sonrisa:

—¿Lo ves?

Miré hacia el punto que señalaba, y observé el elevado pico que me indicó en nuestra entrevista con María, único iluminado aún por los postreros rayos del astro del día, y en cuyo más empinado risco ondeaba al viento una negra bandera.

Aquí, D’Auverney hizo una pausa.

—Después supe que Biassou, ansioso de ponerse en movimiento y creyéndome muerto, mandó enarbolar el estandarte sin esperar el regreso de mis verdugos.

Allí seguía inmóvil Bug-Jargal, en pie, con los brazos cruzados y contemplando el lúgubre pendón. De súbito se volvió con ímpetu y dió algunos pasos como para bajar la ladera.

—¡Oh, Dios! ¡Eterno Dios! ¡Mis infelices compañeros!...

Se acercó de nuevo a mí y me preguntó:

—¿Oíste el cañonazo?