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curiosidad de preguntarle a D’Auverney, y no me he atrevido, si sabía la canción de La hermosa de Padilla.

—Más raro es aquel Biassou—prosiguió Pascual—. Su vino, sabiendo a pez, no debía de ser muy bueno; pero siquiera ese hombre sabía lo que era un francés. Si me hubiera cogido prisionero, me habría dejado crecer el bigote para que me adelantara en prenda unos cuantos pesos, como dicen que hizo aquel capitán portugués en Goa. ¡Voto a Dios, que mis acreedores son más duros de corazón que Biassou!

—Ahora que me acuerdo, capitán, allá van cuatro luises que le debo—dijo Enrique, alargando su bolsa a Pascual.

El capitán miró atónito a este deudor generoso, que más derecho hubiese tenido a llamarse acreedor. Enrique se apresuró a decir:

—Y vamos, señores, ¿qué les parece a ustedes de la historia que nos cuenta el capitán?

—A fe mía—contestó Alfredo—, que no he puesto mucha atención; pero me aguardaba cosa mejor del melancólico D’Auverney. Además, hay una canción en prosa, y eso no me gusta. ¿A qué música puede arreglarse? En conclusión, la historia de Bug-Jargal me fastidia: es demasiado larga.

—Y mucha razón que lleva—repuso el ayudante Pascual—; es demasiado larga. A no ser por la pipa y el frasco, habría pasado muy mala noche. Y luego, reparen ustedes, caballeros, en que tiene muchísimos disparates. Por ejemplo: ¿quién