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gado de júbilo, y empezamos a caminar. El negro, que conocía la senda, iba delante; Rask nos seguía...

Aquí se detuvo D’Auverney, y echó una mirada lúgubre en derredor; le corría el sudor a gruesas gotas por la frente y se cubrió el rostro entre ambas manos. Rask le estaba mirando con desasosiego.

—Sí, asimismo me mirabas...—pronunció con voz apagada.

Y un minuto después, levantándose con ímpetu, se salió de la tienda; el sargento y el perro le fueron en seguimiento.

LVII

—Apostaría—dijo Enrique—a que nos acercamos al desenlace. De veras que sentiría cualquier desgracia de Bug-Jargal, que era un hombre de prueba.

Pascual se quitó de la boca el frasco forrado en mimbres, y dijo:

—Doce cajas de botellas de Oporto daría yo por ver el cascarón de coco que se bebió de un trago.

Alfredo, que estaba distraído pensando en algún acompañamiento de guitarra, volvió en sí, y pidiéndole a Enrique que le arreglara los cordones, añadió:

—Ese negro me interesa mucho. Solo que tengo