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fuerza prodigiosa, y, lejos de prestarse al movimiento de ascenso que traté de ofrecerle, sentí que procuraba arrastrarme consigo al abismo. Si el tronco del árbol no me hubiese prestado tan sólido punto de apoyo, sin duda alguna me hubiese arrancado de la orilla la violenta cuanto inesperada sacudida de aquel malvado.

—¿Qué intentas hacer, vil?—exclamé.

—¡Vengarme!—repitió con estrepitosas e infernales carcajadas—. ¡Ah, te cogí al cabo! ¡Necio! ¡Tú mismo te entregaste! ¡Te cogí! Estabas en salvo y yo perdido, y por tu capricho te metes de nuevo en la boca del caimán porque lloró después de haber bramado! ¡Heme ya consolado, puesto que mi muerte es una venganza! Te cogí en el lazo, amigo, y tendré un compañero humano entre los peces de la sima.

—¡Ah, traidor!—le dije, esforzándome para resistir a su impulso—. ¿Así me pagas haberte querido sacar del peligro!

—Sí—me respondió—. Sé que con tu ayuda hubiera podido salvarme; pero mejor quiero que perezcas conmigo. ¡Antes que mi vida, deseo tu muerte! Ven.

Y, al mismo tiempo, ambas sus parduzcas y nervudas manos se crispaban y adherían a las mías con esfuerzos inauditos; le chispeaban los ojos y arrojaba espuma por la boca; las fuerzas, de cuya pérdida se lamentaba, le volvieron exaltadas por el ímpetu de la cólera y la venganza; apoyaba las rodillas como dos palancas contra los