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Señor Leopoldo—prosiguió, alentado por un movimiento de lástima que no pude contener—, ¿será posible que cualquier persona humana contemple a su semejante en tan horrible posición y que, pudiendo socorrerle, no lo haga? ¡Ay, amo mío, alargadme la mano! Con un poco de ayuda bastará para salvarme. ¡Lo que pido es todo para mí y tan poca cosa para vos! Tirad de mí, por piedad, y mi agradecimiento se igualará a mis crímenes...

—¡Desgraciado!—le interrumpí diciendo—. ¿Cómo me traes tal recuerdo a la memoria?

—Para aborrecerlo, amo mío. ¡Ah, sed más generoso que yo! ¡El cielo me ampare, que fallezco! ¡Que caigo! ¡Ay, desdichado! ¡La mano! ¡La mano! ¡Alargadme la mano, por la madre que os crió a sus pechos!

No alcanzaré a pintar cuán lamentables eran aquellos gritos de dolor y de angustia. Todo lo olvidé: no era ya a mis ojos un enemigo, un traidor, un asesino, sino un infeliz a quien un ligero esfuerzo de mi parte podía arrancar de una muerte espantosa. ¡Me suplicaba tan lastimeramente! Cualquier palabra, cualquier reprensión, hubiera sido inútil y ridícula; tan urgente se mostraba la necesidad del socorro. Me incliné, pues, y arrodillándome al borde del precipicio, con una de mis manos apoyada en el mismo tronco cuyas raíces sostenían al desgraciado Habibrah, le alargué la otra... En cuanto estuvo a su alcance se asió a ella; la agarró con entrambas las suyas y con