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mero de subir al terrado; pero sus brazuelos no alcanzaban al borde del tajo, y se deshacía las manos en impotentes esfuerzos por clavar las uñas en las peguntosas paredes de la sima. El desgraciado bramaba de ira.

La menor sacudida por mi parte habría bastado para precipitarle; mas hubiese sido una vileza en que ni soñé siquiera. Esta moderación le admiró. Dando gracias al cielo por la salvación que me enviaba de una manera tan inesperada, iba ya a abandonarle a su suerte y me preparaba a partir de la estancia subterránea, cuando de súbito oí salir de entre el precipicio la voz del enano en acento de súplica y de duelo:

—¡Amo, mi amo!—decía—. ¡No os vayáis, por amor del cielo! ¡No dejéis, en nombre del bon Giu, perecer impenitente y culpado a un ente humano a quien podéis salvar! ¡Ay! Las fuerzas me flaquean, la raíz se cimbrea y resbala entre mis manos, el peso del cuerpo me arrastra tras sí; tengo que soltarla o se va a tronchar... ¡Ay, amo mío! El horrendo pozo hierve bajo mis pies. ¡Santo nombre de Dios! ¿No tendréis compasión del pobre bufón? Es muy malo; pero ¿no querréis demostrarle que los blancos son mejores que los mulatos, los amos que los esclavos?

Me acerqué al precipicio, casi conmovido, y la opaca luz que se dejaba caer por la hendedura me enseñó en el repugnante rostro del enano una expresión que aun me era allí desconocida: la del ruego y el quebranto.