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por decirlo así, sobre un abismo sin fondo; ya amenazado por aquel espantoso enano, cuyos extravagantes ropajes apenas podían distinguirse a los inciertos reflejos de la luz; ya protegido por aquel otro negro gigante, que asomaba en el solo resquicio por donde me era dado descubrir el cielo, me parecía estar a las puertas del infierno, aguardando incierto la pérdida o la salvación de mi alma y asistiendo a una lucha encarnizada entre mi ángel protector y el espíritu maligno.

Los negros se veían amedrentados con las maldiciones del obí, y, queriendo aprovecharse de su incertidumbre, exclamó:

—¡Quiero que muera este blanco! ¡Me obedeceréis, y morirá!

Bug-Jargal respondió con majestad:

—¡El blanco ha de vivir! Yo soy Bug-Jargal; mi padre era rey en la tierra de los Kakongos y administraba justicia en el umbral de su morada.

Los negros volvieron a postrarse en tierra, y su caudillo prosiguió:

—Hermanos, id y decidle a Biassou que no enarbole en la cumbre del monte la bandera negra que ha de anunciar a los blancos la muerte de este mismo cautivo, porque este cautivo le ha salvado la existencia a Bug-Jargal y Bug-Jargal quiere que viva.

Entonces se incorporaron, y Bug-Jargal arrojó su penacho en medio de ellos. El principal del piquete cruzó los brazos al pecho, recogió luego el