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A la voz poderosa del obí se incorporaron los negros y dieron un paso adelante; en aquel instante vi segura la muerte.

—¡Soltad al preso!—exclamó Bug-Jargal.

Y con la rapidez de un relámpago me encontré libre. Mi sorpresa era igual a la rabia del obí, que quiso abalanzárseme, pero los negros le detuvieron. Entonces desahogó su encono en imprecaciones y amenazas.

¡Demonio! ¡Rabia! ¡Infierno de mi alma! Pues qué, infames, ¿rehusáis obedecerme, desconocéis mi voz? ¡Para qué perdería yo el tiempo en hablar con este maldito! ¡Debiera haberle arrojado sin demora a los peces del báratro! Por apetecer una venganza completa, ¡la pierdo toda! ¡Oh, rabia de Satanás! Escuchadme vosotros: Si no me obedecéis, si no lanzáis a lo hondo de la sima a este blanco execrable, yo os hecho mi maldición. El cabello se os volverá blanco; los mosquitos y las cucarachas os devorarán en vida; las piernas y los brazos se os troncharán como endebles juncos; el aliento os quemará la garganta como arena abrasada; os moriréis luego, y después de la muerte vuestras almas estarán condenadas a dar vueltas sin descanso a una piedra de molino, tamaña cual un monte, allá en la luna, donde hace mucho frío.

Semejante escena produjo sobre mí un singular efecto. Unico de mi especie en aquella gruta húmeda y sombría, rodeado de aquellos negros, que se asemejaban a los demonios; suspendido,