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hierro, tú vas a morir en el agua y tu María a perecer en el fuego.

—¡Infame, infame!—exclamé, haciendo ademán de arrojarme sobre él.

Entonces se volvió a los negros, diciendo:

—¡Atadle, pues se adelanta a sí mismo su hora!

Empezaron luego los negros a atarme en silencio, con cuerdas que traían prevenidas, cuando de repente se me figuró oír los ladridos lejanos de un perro, si bien achaqué el ruido a una ilusión nacida del rugir de la cascada. Los negros acabaron de atarme y me acercaron al borde de la sima en que iba a hundirme; el enano, con los brazos cruzados, me contemplaba rebosando en gozo y triunfo su hórrido semblante, y yo levanté los ojos a la grieta en el techo de la caverna para evitar su odiosa presencia y para ver por una vez aún la luz pura del cielo. En este instante mismo resonó un ladrido más fuerte y más distinto, y la enorme cabeza de Rask apareció por la hendedura. Me estremecí; el enano gritó:

—¡Vamos!

Y los negros, que no habían hecho alto en el ladrido, se prepararon a lanzarme en el abismo...

LIII

—¡Camaradas!—clamó una voz de trueno.

Todos se volvieron: era Bug-Jargal, de pie, erguido al borde de la grieta, con una pluma roja ondeándole en la frente.