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que el acaso de la suerte o el remolino de la sociedad los haya colocado, inspiran siempre cierta especie de respeto mezclado de afecto. Quizá nada ofrecía de notable a primera vista: sus modales eran fríos y sus miradas indiferentes. El sol de los trópicos, aun cuando le tostó el cutis, no le había inspirado aquella viveza de gestos y palabras que suele hermanarse en los criollos con cierto abandono, a menudo lleno de gracia. D’Auverney hablaba poco, escuchaba rarísima vez y siempre se mostraba pronto a obrar. El primero en montar a caballo, el postrero en volver al pabellón, parecía como si buscase en las fatigas personales un amparo contra sus pensamientos. Estos pensamientos, que habían estampado su melancólica y severa huella en las precoces arrugas de su frente, no eran de aquella clase que se alivian con el desahogo de una confianza, ni eran de aquellos tampoco que se evaporan en una frívola conversación y se confunden gustosos con las ideas ajenas. Leopoldo d’Auverney, cuyo cuerpo no alcanzaban a rendir las penosas tareas de la guerra, manifestaba una aversión y cansancio inconcebibles en cuanto suele llamarse ejercicios de la fantasía. Huía de las disputas con tanto anhelo como buscaba las batallas, y si a veces se dejaba arrastrar hasta tomar parte en algún debate, soltaba tres o cuatro palabras llenas de grave juicio y profundas razones, y luego, en el momento mismo de convencer a su adversario, se paraba, exclamando: “¿De qué sirve...?”, y se salía para