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Yo me estremecí al escuchar tales palabras, y el enano prosiguió:

—¡Sí, yo soy, yo mismo: mírame bien a la cara, Leopoldo d’Auverney! Bastantes veces reíste de mí, y ahora puede haber llegado la hora de estremecerte. Y dime: ¿tú me recuerdas la vergonzosa predilección de tu tío hacia el ente a quien llamaba su bufón? ¡Bon Giu! ¡Qué predilección! Si entraba en vuestro aposento, me acogían mil risas desdeñosas: mi estatura, mi deformidad, mis facciones, mi ridículo ropaje, todo, hasta las lastimosas debilidades de mi naturaleza, todo era objeto de escarnio y mofa para tu execrable tío y sus execrables amigos. Y a mí, ni siquiera me era lícito callarme. ¡Oh, rabia! ¡Tenía que mezclar mi risa con las carcajadas que yo excitaba! Respóndeme, ¿crees tú que humillaciones semejantes sean un título al agradecimiento de criatura alguna humana? ¿No confiesas tú que tanto valen como los tormentos de los otros esclavos, como el trabajar sin descanso, los ardores del sol, las argollas de hierro y el látigo de los capataces? ¿No te imaginas que alcanzan para hacer brotar en el corazón de un hombre las simientes de un odio ardiente, implacable, eterno, como el sello de infamia que mancilla mi seno? ¡Oh!, para tamaño padecer, ¡cuán breve y fugaz fué mi venganza! ¡Oh! ¡Y por qué no pude hacerle padecer a mi odioso tirano cuantos tormentos renacían para mí a cada hora de cada día que volaba! ¡Por qué no pudo, antes de morir, conocer la amargura del