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—¡Bondades! Ultrajes, dirás—me respondió interrumpiéndome.

—¿Y tú, infame—proseguí—; tú fuiste quien le dió el golpe mortal?

—¡Sí, yo fuí!—replicó, dando una horrible expresión a sus facciones—. ¡Yo le clavé el cuchillo tan hondo en el corazón, que apenas tuvo tiempo de salir de los brazos del sueño para caer en los de la muerte! Clamó en voz débil: “Habibrah, ven”, y ya estaba Habibrah a su cabecera.

Su atroz relación, su aún más atroz serenidad, me horrorizaron.

—¡Vil! ¡Cobarde asesino! ¿Así habías olvidado los favores que a ti solo te dispensaba? Tú, que comías junto a su mesa, que dormías junto a su lecho...

—¡Como un perro!—dijo Habibrah con ímpetu—. ¡Sí, como un perro! ¡Ah, demasiado me acuerdo de tales favores, que eran otras tantas afrentas! Pero me vengué de él, y ahora voy a vengarme de ti. Escúchame. ¿Te imaginas acaso que porque sea mulato, enano y feo, no soy yo un hombre? ¡Ah! También tengo un alma, y un alma más enérgica y más grandiosa que esa alma de tímida doncella que voy a arrancarte ahora del cuerpo. Me dieron de regalo a tu tío como un mico, y yo servía para sus placeres y para dar pábulo a su desprecio. Me quería, sí, ya lo has dicho. Ocupaba yo un lugar en su corazón entre su mona y su papagayo, ¡hasta que me abrí otro hueco más espacioso con mi puñal!