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Me incliné hacia él, y en el seno velloso del obí había grabados dos nombres en letras blanquecinas, horribles y perpetuas señales que imprime un hierro ardiente en el cutis de los esclavos. Uno de estos nombres era el de Effingham; el otro, el de mi tío, el mío propio: D’Auverney. Quedé mudo de sorpresa.

—Pues bien, Leopoldo d’Auverney—me preguntó el obí—, ¿no te declara tu nombre el mío?

—No—repliqué, asombrado de oírme llamar así y procurando en vano aclarar mis recuerdos—. Esos dos nombres jamás han estado juntos sino en el pecho del bufón, y el pobre enano ha muerto. Además, fué fiel a nuestra familia; así, ¡tú no puedes ser Habibrah!

—¡El mismo soy!—exclamó con una voz espantosa.

Y, levantando la sangrienta gorra, se arrancó el velo. El diforme rostro del enano doméstico se ofreció a mi vista; mas el aire de sandia alegría que le era común se había trocado en una expresión amenazadora y siniestra.

—¡Dios eterno!—prorrumpí, herido de asombro—. Pues qué, ¿todos los muertos reviven? Este es Habibrah, el bufón de mi tío.

El enano llevó la mano al puñal, y dijo en tono sepulcral y apagado:

—¡Sí, su bufón y... su homicida!

Retrocedí, lleno de espanto.

—¡Su homicida! ¡Infame! ¿Así le pagaste tantas bondades?