Página:Bug Jargal (1920).pdf/235

Esta página ha sido corregida
231
 

LII

Los negros se detuvieron en este sitio, y conocí que era llegada la hora de morir.

Entonces, próximo a la sima en donde me arrojaba un acto, por decirlo así, de mi libre albedrío, la imagen de la ventura, a que había breve espacio antes renunciado, vino a acosarme cual un pesar y casi cual un remordimiento. Suplicar era indigno de mí; pero dejé escapárseme una queja.

—Amigos—les dije a los negros que me rodeaban—, ¿sabéis que es cosa triste perecer a los veinte años, cuando se está lleno de robustez y de vida, cuando se goza el amor de los que amamos y cuando se dejan tras sí ojos que no cesarán de llorar hasta cerrarse para siempre?

Una carcajada espantosa acogió mi lamento, saliendo de los labios del obí. Aquella especie de espíritu maligno, aquel ente impenetrable, se me acercó de súbito.

—¡Ja, ja, ja! ¿Conque sientes perder la vida? ¡Alabado sea Dios! Mi único temor era que no tuvieses miedo a la muerte.

Eran la misma voz, la risa misma que tanto me habían cansado en vanas conjeturas.

—¿Quién eres, miserable?—le pregunté.

—Vas a saberlo—me contestó con acento terrible.

Y apartando el sol de plata que le adornaba el negruzco pecho, añadió:

—Mira aquí.