con espantoso rugido de las venas de la montaña.
Como cubierta de esta sala subterránea, la bóveda de piedra formaba una especie de cúpula entapizada de hiedra amarillenta, y por encima reinaba en casi toda su anchura una grieta, por donde penetraba la luz del día, y cuyo borde se coronaba de verdes arbustos, dorados en aquel instante por los rayos del sol, ya próximo a su ocaso.
Al extremo norte del terraplén, el torrente se lanzaba con estrépito a un abismo, en lo hondo de cuya sima flotaban, en dudosos cambiantes y sin vencer la obscuridad, las vagas vislumbres que penetraban por la hendedura. Sobre el precipicio se inclinaba un árbol anciano, que mezclaba las ramas de su copa con las espumas y el rocío de la cascada, y asomaba sus nudosas raíces por entre las peñas, como una vara más abajo del borde.
Aquel árbol, bañándose así las sienes en el torrente y alargando, cual un brazo descarnado, sus raíces a través del abismo, estaba tan desnudo de verdor y de hojas que no era posible conocer su especie.
Ofrecía, en verdad, un fenómeno singular: sólo la humedad, que aspiraba sin cesar por el extremo inferior, le impedía perecer, cuando la violencia de la catarata tronchaba sin intermitencia los nuevos vástagos y le obligaba a conservar perpetuamente los mismos ramos.