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tanto, por un sendero, a lo largo del torrente y contra el curso de sus ondas, hasta que, con sorpresa mía, terminó esta senda en un peñón tajado, a cuyos pies reparé una abertura en forma de arco, por donde brotaban las aguas. Un sordo estruendo y un viento impetuoso salían por aquel respiradero natural. Los negros tomaron a la izquierda, por un camino desigual y tortuoso, que parecía la rambla de un torrente de largo tiempo atrás ya seco. Una bóveda, medio cegada por las zarzas, acebos y espinos silvestres, que crecían y se cruzaban a su boca, se nos apareció entonces, y bajo la bóveda resonaba un rumor semejante al que despedía de sí el arco que vi en el fondo del valle. Los negros me empujaron adentro, y al momento de dar el primer paso por el subterráneo, se me acercó el obí y me dijo con extraño acento:

—He aquí lo que tengo ahora que vaticinarte: dos somos, y sólo uno volverá a salir por esta bóveda y a hollar esta senda.

Yo desdeñé responderle, y seguimos avanzando por entre las tinieblas. El rumor sin cesar crecía, y ya no se escuchaba el ruido de nuestros pasos. Supuse que sería el estrépito de una catarata, y no me engañé, en efecto.

Después de andar diez minutos por la obscuridad, llegamos a una especie de terrado interior formado por la naturaleza en las mismas entrañas del monte. La parte principal de este terrado, labrado en forma de medio círculo, estaba inundado por las aguas del torrente, que se despedían