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atravesaba en todo su ancho, fecundizando con su extrema humedad la tierra, y luego, llegado al extremo, se perdía en uno de aquellos azules y cristalinos lagos que con tanta frecuencia hermosean el interior de las cañadas de Santo Domingo. ¡Cuántas veces, en tiempos más felices, me había sentado, para alimentar las ilusiones de mi fantasía, a la orilla de aquellos deliciosos lagos en la hora del crepúsculo, cuando sus azuladas aguas se iban convirtiendo en un manto de plata, salpicado de doradas lentejuelas, donde rielaba en las olas el primer resplandor de los nocturnos luceros! Y pronto llegaría aquella hora misma; pero antes había yo de desaparecer. ¡Qué hermoso me pareció el valle! Allí crecían plátanos con flores de arce, de un vigor y lozanía prodigiosos; allí, espesas enramadas de mauricias, especie de palma que no tolera ninguna otra vegetación bajo su sombra; allí, palmas de dátiles; allí, magnolias, con sus enormes flores; allí, inmensas catalpas lucían sus recortadas y brillantes hojas entre los dorados racimos del ébano falso, entrelazados con las azules aureolas de aquella especie de madreselva silvestre que apellidan los negros coalí. Frescos cortinajes de bejucos escondían entre su verdor los descarnados peñascos de las vecinas laderas. El aire estaba impregnado de suaves olores, que por dondequiera se exhalaban de este suelo virgen, y formaban un delicioso aroma, cual debió respirarle el primer hombre entre las rosas primeras del paraíso. Así caminábamos, mientras