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formarán la retaguardia y no evacuarán el terreno hasta el despuntar del día.

Y luego, inclinándose al oído de Rigaud, le dijo en voz baja:

—Son los negros de Bug-Jargal, y ¡ojalá que los exterminaran aquí! Muerta la tropa, muerto el jefe.

—Vamos, hermanos—añadió incorporándose—. Candi dará el santo y la contraseña.

Los jefes se retiraron.

—Mi general—dijo Rigaud—, sería menester enviar los oficios de Juan Francisco, porque nuestras cosas van mal y quizá podría entretenerse a los blancos.

Biassou los sacó de prisa de su faltriquera.

—Tienes razón en recordármelo; pero hay tantas faltas de gramática, como ellos dicen, que se burlarán de nosotros.

En seguida me presentó el papel.

—Escucha, ¿quieres salvarte la vida? Mi bondad condesciende en preguntárselo otra vez más a tu obstinación. Ayúdame a componer esta carta; yo dictaré las ideas y tú me las pondrás en estilo blanco.

Hice con la cabeza un gesto de negativa, y aparentó impacientarse.

—¿Quieres decir que no?—me preguntó.

—No; mil veces no—le repliqué.

Volvió a insistir, y me dijo:

—Reflexiónalo bien.

Mientras tanto, sus ojos procuraban demostrar-

Bug-Jargal
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