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saban admitirme, y aun tuve que rogárselo. Por fin, dos de entre ellos se apoderaron de mi persona y tomaron el cargo de conducirme a la estancia de Biassou.

Entré, pues, en la caverna de aquel caudillo, ocupado en hacer jugar los muelles de varias máquinas de tormento que tenía en torno de sí. Al ruido que hicieron sus guardias introduciéndome, volvió la cabeza y no se manifestó atónito de mi presencia.

—¿Ves?—me dijo ostentando el horrible aparato que le rodeaba.

Yo permanecí sosegado, porque conocía al “héroe de la humanidad” y estaba resuelto a sufrirlo todo con entereza.

—¿No es verdad?—añadió riéndose en tono de escarnio—. ¿No es verdad que Leogrí fué muy afortunado en escapar con la horca?

Le miré sin responder y con ademanes de frío desdén.

—Que le avisen al señor padre capellán—dijo él entonces, dirigiéndose a uno de sus ayudantes.

Por un momento quedamos los dos en silencio, mirándonos cara a cara. Yo le observaba; él me espiaba. En este instante entró Rigaud, como agitado, y conferenció en secreto con el generalísimo.

—Que se mande aviso a todos los jefes de mi ejército—dijo Biassou con sosiego.

Y, al cabo de un cuarto de hora, todos los jefes,