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ensueños habían de nuevo brotado, y ahora más que nunca seductores; la vida, en fin, una vida de juventud, de amor y de delicias, me presentaba radiante la perspectiva de sus infinitos horizontes. Y esta florida senda de la vida podía comenzar a pisarla de nuevo; todo a ello me incitaba, en mi ánimo y en los objetos externos; ningún obstáculo material, ninguna traba aparente; yo era libre, dichoso, y, sin embargo, ¡me era preciso el morir! Apenas había estampado una vez mi huella en aquel paraíso de deleites, cuando no sé qué deber, ni glorioso siquiera, me forzaba a retroceder hacia un suplicio. La muerte es leve cosa para un alma marchita y helada ya por la adversidad; mas, ¡oh, cuán agudo es su golpe, cuán glacial es su mano cuando caen sobre un corazón que lozano crece, fecundado por los goces de la existencia! Yo lo probé. Por un instante salí del sepulcro; me había embriagado en aquel fugaz momento con los placeres más puros y más celestiales de la tierra: la amistad, la libertad, el amor; y ahora tenía de nuevo que hundirme rápidamente en la tumba.

L

Cuando la flaqueza del dolor hubo pasado, una especie de rabia se apoderó de mí, y corrí precipitado hacia el valle, porque sentía la necesidad de abreviar el trago. Me presenté en los puestos avanzados de los negros, y, ¡cosa extraña!, rehu-