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XLIX

Eché a huir, repito, y me lancé a través del bosque, siguiendo la huella que habíamos dejado y sin atreverme a volver siquiera la vista atrás. Como para embotar las ideas que me acosaban, corrí sin descanso por entre la espesura, por las praderas y por los collados, hasta que al fin, desde lo alto de una roca, el campamento de Biassou, con sus enjambres de negros, apareció ante mis ojos. Allí me detuve. Tocaba en el fin de mi jornada y de mi existencia. El cansancio y la emoción agotaron mis fuerzas; me apoyé a un tronco por sostenerme, y dejé espaciarse la vista por el cuadro que en la vega fatal se ostentaba a mis pies.

Antes de aquel instante me creía haber apurado todo el cáliz de hiel y amargura; pero no conocía aún el mayor de los pesares: el de verse obligado por una fuerza moral, superior a los acaecimientos, a renunciar voluntariamente vivo a la vida y venturoso a la ventura. Pocas horas ha, ¡qué me importaba estar sobre la tierra! Yo no vivía, porque el extremo de la desesperación es una especie de muerte que nos hace desear la muerte verdadera. Pero aquella desesperación había desaparecido: mi perdida María había vuelto a mis brazos; mi felicidad difunta había, por decirlo así, de súbito resucitado; mi antiguo ser se había convertido en mi porvenir; mis eclipsados