XLVIII
Al cabo, lanzando un suspiro, agarré con una mano las de Bug-Jargal, y con la otra las de mi pobre María, que contemplaba con inquietud el sombrío aspecto de mis facciones.
—Bug-Jargal—dije haciendo un esfuerzo—; Bug-Jargal, hermano, te recomiendo la guardia del único ser en el universo a quien amo más que a ti: la guardia de María. ¡Volved sin mí al campamento, porque yo no puedo seguiros!
—¡Dios eterno!—exclamó María pudiendo respirar apenas—. ¡Alguna nueva desdicha!
Bug-Jargal se había estremecido, y una dolorosa sorpresa se pintó en sus ojos.
—Hermano, ¿qué nos dices?
El terror que oprimía a María a la sola idea de una desdicha que su previsor cariño demasiado bien parecía adivinar, me obligó a ocultarle la realidad y excusarle tan horrorosa despedida. Inclinéme, pues, al oído de Bug-Jargal y le dije en voz baja:
—Estoy prisionero. Le he jurado a Biassou entregarme en sus manos dos horas antes de terminarse el día: he prometido morir.
Al oírme bramaba de cólera, y su voz cobró un acento terrible:
—¡Oh, monstruo! He aquí por qué me pidió hablarte en secreto para arrancarte esta promesa. ¡Yo debiera haberme recelado del inicuo Bias-