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vamos, sígueme: estamos a una hora de distancia, tanto del campamento de los blancos cuanto del de Biassou. Mira: la sombra de los cocoteros se va alargando, y su cogollo aparece en la hierba del prado cual el enorme huevo de un cóndor. Dentro de tres horas, el sol se habrá ya puesto; anda, hermano, que el tiempo nos urge.

Dentro de tres horas, el sol se habrá puesto; estas sencillas palabras me helaron de terror, cual un fúnebre espectro, porque me recordaron la fatal promesa que le había hecho a Biassou. ¡Ay! ¡Volviendo a ver a María había olvidado nuestra separación próxima y eterna! Embriagado de júbilo, tantas emociones me arrebataron la memoria, ¡y no recordé la muerte en brazos del placer! Las palabras de mi amigo me trajeron de súbito la imagen de mi infortunio. ¡Dentro de tres horas, el sol se habrá puesto! Y necesitaba una entera para llegar al campamento de Biassou. Mis deberes estaban imperiosamente prescritos: el infame tenía mi palabra, y antes morir mil veces que dar a semejante bárbaro derecho para menospreciar la única cosa en que, al parecer, tenía aún fe: el honor de un francés. La alternativa era terrible, y elegí lo que elegir debía; pero habré de confesarlo, señores, que titubeé por un momento. ¿Fuí, acaso, tan de culpar?