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los pies de Pierrot; pero él me contuvo, como ofendido.

—Vamos—me dijo tras un momento de silencio y agarrándome de la mano—; toma a tu mujer y echemos a andar los cinco.

Yo le pregunté con sorpresa adónde quería conducirnos.

—Al campamento de los blancos—me respondió—. Este asilo ya no es seguro, porque mañana, al amanecer, van a atacar los blancos las posiciones de Biassou, y no hay duda de que incendiarán el bosque. Y, además, no tenemos un momento que perder, porque diez cabezas están pendientes de la mía; podemos darnos prisa, porque tú estás libre; lo debemos, porque yo no lo estoy.

Tales palabras acrecentaron mi sorpresa, y le pedí aclaración.

—Pues qué—contestó con ademán de impaciencia—, ¿no has oído decir que Bug-Jargal estaba prisionero?

—Sí; mas ¿qué tienes tú que ver con ese Bug-Jargal?

A su vez pareció sorprendido, y respondió con gravedad:

—Yo soy Bug-Jargal.

XLVII

Estaba, por decirlo así, acostumbrado a ver y oír prodigios respecto de aquel hombre. No sin gran extrañeza acababa de contemplar un minuto