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en el torrente, y no encontraron sino a tiranos y bárbaros, y durmieron revueltas entre los perros.

Calló, y sus labios seguían moviéndose sin hablar; sus miradas andaban desatentadas. Por fin me agarró del brazo con violencia.

—Hermano, ¿lo oyes? Me han vendido, he pasado de un dueño a otro como un vil animal. ¿Te acuerdas del suplicio de Ogé? Pues en aquel día volví a ver a mi padre, pero entre los martirios de la rueda.

Yo me estremecí, y él prosiguió:

—¡Mi esposa la prostituyeron a los blancos! Escucha, hermano: ha muerto y me ha pedido venganza. ¿Te lo confesaré?—continuó titubeando y bajando los ojos—. He sido criminal: he amado a otra... Pero sigamos adelante.

Todos los míos me instaban por que los libertase y me vengara; Rask era el confidente que me traía sus mensajes.

Yo no podía satisfacerlos, porque también me encontraba en los calabozos de tu tío. El día en que obtuviste mi perdón, salí para arrancar a mis hijuelos de las garras de un amo feroz; llegué, hermano, y el postrero de los descendientes del rey del Kakongo acababa de expirar bajo el azote de un blanco; los otros le habían precedido en la misma jornada.

Aquí cortó el hilo de su discurso y me preguntó con indiferencia:

—Hermano, ¿qué hubieras tú hecho?