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XLVI

El gozo que los primeros transportes de la amistad habían hecho brillar en sus mejillas se desvaneció, y su fisonomía cobró un aspecto de tristeza tan singular cuanto enérgico.

—Escúchame—dijo en tono de frialdad—: mi padre era rey en el Kakongo; administraba justicia a sus súbditos en el umbral de su morada, y a cada fallo bebía, según es costumbre de los reyes, una copa colmada con el vino de sus palmas. Allí vivíamos felices y poderosos. Pero vinieron los europeos, y me enseñaron esos fútiles adornos del saber que te causaron tal sorpresa. Su caudillo era un capitán español que le prometió a mi padre Estados más vastos y mujeres blancas; mi padre le siguió con toda su familia... ¡Hermano, nos vendieron!

Se le hinchó al negro el pecho de cólera, y sus ojos brotaban chispas; tronchó maquinalmente un tierno arbolillo que estaba a su lado, y después continuó, sin parecer ya dirigirse a mí:

—El señor del país del Kakongo tuvo un dueño, y su hijo se afanó trabajando como esclavo en los surcos de Santo Domingo. Para domarlos con mayor facilidad separaron al padre anciano del león mancebo. Arrancaron a la esposa del lado de su esposo para sacar más ganancia uniéndolos con otros. Las tiernas criaturas buscaban a la madre que las crió a sus pechos, al padre que las bañaba