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supliqué que me perdonases la vida, y ahora imploro de ti que me la arranques.

Las más dulces emociones del corazón, el amor, la amistad, la gratitud, se reunían en el momento mismo para destrozarme el pecho, y caí a los pies del esclavo sollozando amargamente, sin poder proferir una palabra. Él me levantó con precipitación, y

—Qué haces?—me dijo.

—Tributarte el homenaje que te mereces: ya no soy digno de una amistad como la tuya. Tu agradecimiento no puede llegar al colmo de perdonar mi ingratitud.

Duró por algún tiempo en sus facciones una expresión de aspereza, y parecía como que estaba experimentando una violenta lucha; dió un paso hacia mí, y luego echóse atrás; abrió los labios y guardó silencio. Mas este intervalo fué breve, y extendió los brazos, diciendo:

—¿Puedo ahora llamarte hermano mío?

No le respondí sino estrechándome contra su corazón; él añadió, tras una corta pausa:

—Tú eres bueno; pero la desdicha te había vuelto injusto.

—Encontré a mi hermano—le respondí—, y ya no seré por más tiempo desdichado; pero soy muy criminal.

—¡Criminal! Hermano, yo lo he sido también, y más que tú. ¡Pero tú ya no eres desgraciado, y yo... yo lo seré para siempre!