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—¡Ahora lo estoy!—repliqué—. Él es quien, a punto de clavarme el puñal, se dejó vencer por el temor de afligirte; él quien te entonaba cánticos de amor en la glorieta del río.

—¡De veras!—prosiguió María con inocente sorpresa—. ¡Conque es tu rival! ¡Aquel tunante de las flores se ha convertido en el buen Pierrot! No puedo creerlo. Tenía conmigo un aire tan humilde, tan respetuoso, ¡más aún que cuando era esclavo! Verdad es que solía mirarme a veces con un aire muy extraño; pero no era más que de tristeza, y yo lo atribuía a mis desgracias. ¡Si supieras con qué apasionado ardor hablaba de mi Leopoldo! Su amistad era casi tan vehemente como mi amor.

Estas explicaciones de María me colmaban a la vez de júbilo y de pena.

Recordé con cuánta crueldad había tratado al generoso Pierrot, y sentí toda la fuerza de sus tiernas y mansas quejas: “¡No soy yo el ingrato!”

En este mismo instante volvió a entrar Pierrot; su fisonomía tenía un aspecto sombrío y doloroso. Parecía como un reo que le traen del potro, pero que regresa triunfante. Se adelantó hacia mí con paso mesurado, y, señalándome al puñal que tenía en el cinto, me dijo con acento grave:

—Se pasó la hora.

—¡La hora! ¿Qué hora?—le pregunté.

—La que me habías concedido de plazo, porque la necesitaba para conducirte aquí. Entonces te

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