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—¡Siquiera no en mi presencia!

María se medio incorporó entre mis brazos, y, siguiéndole con la vista, exclamó:

—¡Dios eterno! Leopoldo mío, parece como si nuestros amores le atormentaran. ¿Me amará, por ventura?

El grito del esclavo me había anunciado que era mi rival; la exclamación de María anunciaba que también era mi amigo.

—María—le respondí, y un gozo inefable se derramó en mi alma, a la vez que una mortal pesadumbre—. ¡María! Pues qué, ¿lo ignorabas?

—Y lo ignoro aún—me respondió, cubierta de casto rubor—. ¿De veras? ¿Me ama? Jamás lo hubiera conocido.

La estreché a mi corazón con delirio, exclamando:

—Encuentro a mi esposa y a un amigo; ¡cuán feliz soy y cuán criminal! Había sospechado de él.

—¡Cómo!—prosiguió María con asombro—. ¿Dudabas de él? ¿De Pierrot? ¡Ah, sí, eres muy criminal! Por dos veces le debes mi vida, y aun quizá—añadió, bajando los ojos—le debes más aún. A no ser por su socorro, el caimán del río me habría devorado; a no ser por su socorro, los negros... Pierrot fué quien me arrancó de entre sus manos cuando iban ya, sin duda, a inmolarme como a mi desgraciado padre.

Aquí suspendió la voz para soltar el llanto.

—¿Y por qué razón—le pregunté—no te envió