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ruido de nuestros pasos volvió el rostro, y... amigos, era mi María.

Llevaba aún, como el día de nuestra boda, un vestido blanco, y adornaba todavía sus cabellos la corona de azahar, último tocado virginal de la tierna esposa, emblema de pureza que aún no habían desprendido mis manos de sus sienes. Me vió, me conoció, lanzó un grito y cayó entre mis brazos, moribunda de júbilo y de sorpresa; yo estaba fuera de mí mismo.

A este grito, una vieja, llevando un niño en los brazos, acudió de otra estancia en lo más profundo de la gruta: era la nodriza de María, con el más niño de los hijos de mi desgraciado tío. Mientras tanto, Pierrot había ido a buscar agua del manantial, y salpicó con algunas gotas el semblante de María, que, al sentir su frescura, volvió en sí, y, entreabriendo los ojos:

—¡Leopoldo!—dijo—. ¡Leopoldo mío!

—¡María!...—le respondí, y el resto de mis palabras se perdió en el arrullo de un beso.

—¡Oh, siquiera no en mi presencia!—exclamó una voz penetrante.

Alzamos luego la vista, y era Pierrot. Allí estaba, asistiendo a nuestras caricias como a un suplicio. Hinchados los pulmones, respiraba apenas, temblaban todos sus miembros y gruesas gotas de un sudor helado le chorreaban por la frente. De súbito escondió el semblante entre las manos, y salióse huyendo de la gruta, repitiendo en acentos terribles: