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vez primera en el brazo envuelto entre el capote y en la palidez de Tadeo.

La confusión del sargento subió de punto.

—Con licencia, mi capitán; el caso es que... que ya tiene usted un perro cojo, y mucho me temo que acabe por tener un sargento manco.

El capitán dió un salto desde su asiento.

—¡Cómo! ¿Qué es lo que dices, Tadeo? ¡Tú manco! Saca el brazo. ¡Manco, Dios mío!

Y D’Auverney temblaba; el sargento fué desliando despacio el envoltorio de su capote, y enseñó, por fin, el brazo cubierto con un pañuelo ensangrentado.

—¡Ah, Dios mío!—tartamudeaba el capitán mientras iba levantando con suma precaución el lienzo—. Pero, Tadeo, explícame...

—Una cosa muy sencilla. Ya dije que había reparado en su tristeza de usted desde que los malditos ingleses nos quitaron al pobre Rask, al perro de Bug. Así, esta noche me resolví a ir y traérmelo, aun cuando me costara el pellejo, para poder cenar con apetito. Por eso, después de haber recomendado a Mathelet, su asistente de usted, que cepillase con cuidado el uniforme de gala para la gran acción de mañana, me salí a la calladita del campamento, sin más arma que mi sable, y me metí por entre las cercas, para llegar antes adonde están los ingleses. Todavía no había yo llegado ni a la primer línea de parapetos, cuando, con licencia, mi capitán, reparé en un corro de casacas coloradas que estaban en un bosquecillo,

Bug-Jargal
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