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que ejercía sobre mí y que me avergonzaba entonces de confesar.

—Vamos—le dije—, te concedo esta hora de prórroga y estoy pronto a acompañarte.

Quise devolverle el puñal, pero me respondió:

—No, guárdatelo, porque recelas de mí, y sígueme, sin que perdamos más tiempo en balde.

XLV

Echó con esto de nuevo a andar, y Rask, que durante nuestra conversación había hecho varias tentativas de proseguir la jornada, volviéndose luego para mirarnos y como para preguntar por qué nos deteníamos; Rask, digo, continuó alegre su camino. Nos enmarañamos a través de una selva virgen, y a la media hora tropezamos con una verde pradera, bañada por las cristalinas aguas de un manantial que brotaba entre las peñas y cercada en torno de frondosos árboles, cuyos gruesos y robustos troncos eran el vivo testimonio de los pasados siglos. Una gruta, cuya cenicienta boca teñía de verde una multitud de enredaderas, clemátides, lianas, jazmines, daba salida al prado; Rask corrió a ladrar a la entrada; pero Pierrot le hizo una seña, y, agarrándome por la mano, sin pronunciar una sola palabra, me introdujo en la gruta.

Una mujer estaba adentro, con la espalda vuelta a la luz y sentada en una estera de juncos; al