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veces, no puede disputarte a ti la vida. Además, aun cuando yo quisiera, es imposible, porque no tenemos más que un cuchillo para los dos.

Y, hablando así, sacó un puñal de su cinto, y alargándomelo:

—Toma—me dijo.

Estaba fuera de mí. Agarré el puñal y le hice brillar sobre su pecho, pero no dió señales de rehuir el golpe.

—¡Infame!—exclamé—. No me obligues a un asesinato. Te envainaré en el corazón este acero si no me dices luego dónde está mi mujer.

Entonces me respondió sin cólera:

—Eres árbitro de hacerlo; pero te suplico de rodillas que me concedas una hora más de vida y que vengas tras mí. Desconfías de quien te debe tres existencias, del que apellidabas tu hermano; pero atiéndeme: si dentro de una hora persistes en tus recelos, eres dueño de matarme; siempre estarás a tiempo, pues ves que no trato de defenderme. Te lo ruego en nombre de María... de tu esposa—añadió con un penoso esfuerzo—; dame una hora más de plazo, y cuando así te imploro, no es por mi bien, créelo, sino por el tuyo propio.

Tenían sus acentos una expresión inefable de persuasión y de pesar. Algo parecía advertirme en secreto de que quizá era sincero; que el apego a la vida no alcanzaba para infundir en su voz aquella penetrante ternura, aquella dulzura en sus ruegos. Cedí de nuevo a aquel imperio secreto