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XLIV

Ansiaba yo por quedarme a solas con Pierrot. Su turbación cuando le pregunté por la suerte de María, la insolente ternura con que osaba pronunciar su nombre, habían arraigado aún más los gérmenes de execración y celos que brotaron en mi pecho cuando le vi arrebatar por medio de las llamas en el castillo de Galifet a aquella que apenas podía aún llamar mi esposa. ¿Qué se me daba, pues, de las generosas reconvenciones con que había amonestado al sanguinario Biassou en mi presencia, ni del afán que se tomaba por mi vida, ni de aquel sello extraordinario que se veía impreso en todas sus acciones y palabras? ¿Qué se me daba de aquel misterio que le envolvía, que me le presentaba vivo ante los ojos cuando había presenciado su muerte, que me le ofrecía cautivo de los blancos cuando le vi sepultarse en las aguas del Río Grande, que transformaba al esclavo en Alteza y en libertador al prisionero? De todo este caos incomprensible, la única cosa para mí evidente era el infame rapto de María, un ultraje que vengar, un crimen a que imponer castigo. Los extraños sucesos que había ya presenciado, apenas bastaban para hacerme suspender un tanto el juicio, y aguardaba con impaciencia el momento de obligar a mi rival a explicarse. Este momento llegó al fin.

Habíamos cruzado por entre las triples filas de