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la certeza de que Biassou no soltaría su presa tan fácilmente ni consentiría en mi libertad; en fin, no apetecía sino disponer a mi albedrío de algunas horas para acabar de cerciorarme antes de morir del destino de mi adorada María y de mi suerte. La palabra que me pedía Biassou, confiado en el honor de un francés, era medio seguro y fácil de conseguirlo, y mi palabra se la di.

Habiéndome ligado de esta suerte, el general se acercó a Pierrot y dijo con tono sumiso:

—Señor, el prisionero blanco queda a disposición de Vuestra Alteza y en libertad de ir en su compañía.

Jamás había observado pintarse tanto gozo en los ojos de Pierrot.

—Gracias, Biassou—exclamó alargándole la mano—; gracias, porque acabas de hacerme un servicio que te autoriza de aquí en adelante para exigir cuanto de mí apetezcas. Por ahora, sigue disponiendo hasta mi vuelta de mis hermanos de Morne-Rouge.

Entonces se volvió hacia mí, diciendo:

—Pues que estás libre, ven.

Y me arrastró tras sí con singular energía.

Biassou nos miró salir con un asombro que se distinguía aun al través de las muestras de respeto con que despidió a mi compañero.