—Si somos algo severos con los blancos—dijo con evidente despecho—, Vuestra Alteza lo es bastante con nosotros, y me agravia en particular con achacarme el ímpetu del torrente. Pero, al cabo, ¿qué podría hacer ahora para satisfacerle?
—Ya lo he dicho, señor Biassou—replicó Pierrot—: que me dejen llevarme a este cautivo.
Biassou se quedó por unos instantes pensativo, y después exclamó, dando a sus facciones cuanta expresión de sinceridad le fué dable.
—Vamos, quiero probarle a Vuestra Alteza cuán grande es mi deseo de complacerle. Permítame sólo que hable dos palabras con él en secreto, y en seguida el prisionero quedará libre.
—¿De veras?... Que por eso no quede—replicó Pierrot.
Y su semblante, hasta entonces lleno de altivez y desagrado, se encendió de júbilo. Alejóse luego unos pocos pasos, y Biassou, llevándome a un rincón apartado de la gruta, me dijo en voz baja:
—No puedo concederte la vida sino bajo una condición, y ya la sabes; ¿consientes?
Y me enseñó el despacho de Juan Francisco. El consentir me hubiera parecido ruindad, y así, le contesté:
—No, no consiento.
—¡Ah!—continuó con su acostumbrado sarcasmo—. ¡Conque sigues siempre tan terco! ¡Parece que te confías mucho en tu protector! ¿Sabes quién es, por acaso?