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a sus secuaces a la matanza y al saqueo en nombre de María...

Quizá había una expresión más tierna aún que la del acatamiento religioso en el acento con que pronunció esta postrer palabra; y yo no sabré decir por qué, pero me sentí ofendido e irritado.

—... Pues bien—prosiguió el esclavo—, tenéis aquí en vuestro campamento a no sé cuál obí o charlatán semejante a ese Romana la Profetisa. No ignoro que, debiendo guiar un ejército compuesto de hombres de todos países, de todo origen, de todos colores, es preciso enlazarlos por algún vínculo de comunidad; pero ¿acaso no es dable encontrarlo sino en un fanatismo feroz y en ridículas supersticiones? Créeme, Biassou, que los blancos no son tan crueles como nosotros. A menudo he visto a los dueños defender las vidas de sus esclavos, y aunque no desconozco que para muchos de ellos, no la vida de un hombre, sino una suma de dinero, era el objeto de aprecio, siquiera el egoísmo de su propio interés les inspiraba una virtud. No seamos, pues, menos clementes, que también nuestro provecho nos lo aconseja. ¿Será más santa y más justa nuestra causa por ventura cuando hayamos exterminado a las mujeres, degollado las inocentes criaturas, atormentado a los ancianos o hecho perecer a nuestros antiguos amos entre las llamas de sus mismas habitaciones? ¡Y, sin embargo, tales son nuestras hazañas diarias! Respóndeme, Biassou, ¿de qué sirve dejar por testimonio de nuestras