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—Pues bien: ya que no sabes mandar a tu ejército y que los soldados hacen aquí de jefe, ¿qué motivos de odio pueden ellos abrigar contra este prisionero?

—Las tropas del gobierno acaban de dar muerte a Bouckmann—contestó Biassou, cubriendo con un velo de tristeza su feroz y burlona fisonomía—, y mis compañeros están resueltos a vengarse en este blanco de la pérdida del caudillo de los negros cimarrones de Jamaica; quieren alzar trofeo contra trofeo, y que la cabeza de este oficial haga balanza a la cabeza de Bouckmann en la medida en que el bon Giu bueno pesa a entrambos partidos.

—¿Cómo has podido—le dijo Pierrot—adherirte a estas horribles represalias? Escúchame atento, Juan Biassou: estas crueldades serán lo que arruinen nuestra justa causa. Prisionero en el campamento de los blancos, de donde logré fugarme, ignoraba la muerte de Bouckmann, que ahora me cuentas, y que es un justo castigo del cielo por sus crímenes. En cambio, voy a participarte otra nueva: Jeannot, aquel mismo caudillo de los negros que sirvió a los blancos de guía para meterlos en la emboscada de Doma-Mulatos, Jeannot, también acaba de morir. Ya sabes, no me interrumpas, Biassou, que competía en lo sanguinario con Bouckmann y contigo; ahora bien, atiéndeme: no es la cólera del cielo ni tampoco los blancos los que le han herido, sino el mismo Juan Francisco es quien ha hecho este acto de justicia.