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—Gran pesar me causa Vuestra Alteza pidiéndome lo que con sumo dolor no puedo concederle. Este prisionero no es de Juan Biassou, no pertenece a Juan Biassou, y Juan Biassou no manda en él.

—¿Qué pretendes decir?—preguntó Pierrot con ademán severo—. ¿Pues de quién depende? ¿Hay por ventura aquí más autoridad o poder que los tuyos?

—Sí, Alteza; por desgracia.

—¿Y cuál?

—Mi ejército.

El aire zalamero y astuto con que eludía Biassou las preguntas francas y altivas de Pierrot daba claro a entender su resolución de no conceder otra cosa a más del respeto a que al parecer se veía obligado.

—¿Cómo es eso de tu ejército?—exclamó Pierrot—. Pues qué, ¿no sabes hacerte obedecer?

Biassou, conservando su posición ventajosa, aunque sin soltar el aire de inferioridad, contestó con aparente franqueza:

—¿Y se imagina Su Alteza que se pueda mandar de veras a hombres que se han rebelado por no obedecer?

Yo daba demasiado poco precio a la vida para romper el silencio; pero la ilimitada autoridad que vi a Biassou ejercer la víspera sobre sus secuaces hubiera podido proporcionarme ocasión de desmentirle y poner a descubierto su doblez. Pierrot le replicó: