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plicable poderío; me sentí titubear entre el deseo de venganza y la compasión, entre los recelos y la más ciega confianza, y, por último, me resolví a seguirle.

XLII

Salimos del recinto de los negros de Morne-Rouge, y grande era mi sorpresa al verme caminar libre por aquel campamento de bárbaros en que la víspera ostentaba cada forajido una sed tan rabiosa de mi sangre. Lejos, muy lejos de intentar atajarnos el paso, se postraban ante nosotros todos los negros y mulatos, entre unánimes exclamaciones de asombro, de alegría y de respeto. Ignoraba yo cuál pudiera ser la categoría de Pierrot en el ejército de los revoltosos; pero acordándome del dominio que ejercía entre sus anteriores compañeros de cautiverio, no tuve dificultad en comprender la importancia de que, al parecer, gozaba entre los secuaces del levantamiento.

Llegando a la línea de centinelas que vigilaba ante la gruta de Biassou, se dirigió hacia nosotros su caudillo, el mulato Candi, preguntando desde lejos con amenazas por qué nos atrevíamos a aproximarnos así al general; mas cuando llegó a distancia de percibir las facciones de Pierrot distintamente, quitóse de súbito la montera recamada de oro, y, como aterrorizado de su propio atrevimiento, hizo una reverencia, humillándose hasta el suelo, y nos introdujo en la estancia de Biassou,