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ba fuese el campamento del sanguinario Biassou; que hubiese perdido a María para siempre, y que aquel prisionero custodiado por seis bárbaros, atado y dispuesto para una muerte segura, aquel prisionero, a quien veía al resplandor de una hoguera de forajidos, fuese yo en mi misma persona. Y no obstante todos mis esfuerzos para evitar el asedio de una idea, mucho más dolorosa aún, mi corazón se tornaba a María. Examinaba con angustia su suerte y estirábame entre mis ligaduras como para volar a su socorro, confiado siempre en que habría de disiparse el horrible sueño y en que Dios no consentiría en derramar sobre el destino del ángel que me había concedido por esposa, todos aquellos horrores de que la imaginación retrocedía espantada. El doloroso encadenamiento de mis ideas me representaba luego a Pierrot, y la rabia me volvía insensato: las arterias de las sienes querían reventar con la sangre agolpada, y yo me odiaba, me maldecía, me despreciaba a mí propio por haber confundido en algún tiempo mi amistad hacia Pierrot con mi amor a María, y, sin tratar de explicarme qué motivo le impulsara a lanzarse en las corrientes del río Grande, lloraba de no haberle exterminado. Él había ya muerto, yo iba también a morir, y lo único que lamentaba en esta pérdida de ambas vidas era haber perdido asimismo mi venganza.

Todas estas emociones me agitaban en una especie de letargo, entre dormir y velar, en que había caído a efectos del cansancio; y no sé cuánto