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de resistencia que me atasen por la cintura al tronco de un árbol. Trajéronme por alimento algunas batatas cocidas en agua, y comí por aquella especie de instinto maquinal que la bondad divina concede al hombre sumido en la amargura de sus pensamientos.

Había, por fin, llegado la noche, y mis guardias se retiraron a sus chozas, excepto cinco o seis que permanecieron junto a mí de vigilantes, sentados o tendidos alrededor de una hoguera que tenían encendida para guarecerse del frío nocturno. Al cabo de algunos breves instantes, quedaron todos sumidos en profundo sueño.

La postración física en que me encontraba contribuyó no poco a las vagas imágenes que me confundían la mente. Recordaba los días tranquilos y siempre idénticos que pocas semanas antes pasaba al lado de María, sin entrever siquiera en el porvenir otra posibilidad que la de una dicha eterna, y comparábalos entonces con el día que acababa de transcurrir, día en que tantas y tan extrañas cosas se habían mostrado a mi vista, como para hacerme dudar de la existencia, y en que tres veces me vi próximo a morir y escapé, sin tener aún la vida en salvo. Meditaba en el porvenir inmediato, comprendido en el breve recinto de una mañana, sin más perspectiva que la desgracia y una muerte ya próxima, por fortuna, y me parecía lidiar con alguna horrenda pesadilla. Preguntábame a mí propio si era posible que cuanto había pasado hubiese pasado; que lo que me rodea-