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que a nosotros nos falta; así, pues, corrige en nuestro oficio cuantas faltas hicieran reír a los blancos, y a este precio te concedo la vida.

Había en este empleo de corrector de las faltas de ortografía diplomática de Biassou algo de demasiado repugnante a mi orgullo para que yo titubease un solo momento. Y, además, ¿qué se me daba de la vida? Rehusé, pues, su oferta.

Pareció sorprenderse.

—¿Cómo es eso?—exclamó—. ¿Prefieres morir a hacer unos cuantos garabatos con la pluma en un pedazo de pergamino?

—Sí—le repliqué.

Mi determinación pareció como que le desagradaba, y, después de meditar por un breve espacio, me dijo:

—Escúchame, muchacho atolondrado; quiero ser menos terco que tú y te concedo de plazo hasta mañana por la tarde para que te resuelvas a obedecerme. Mañana, al ponerse el sol, volverán a traerte a mi presencia, y piensa en complacerme. Adiós, que la almohada es fuente de buenos consejos. Acuérdate que entre nosotros recibir la muerte es algo más que el morir.

El sentido de estas últimas palabras, acompañadas de una horrenda carcajada, no era, por cierto, equívoco, y los tormentos que Biassou acostumbraba inventar para sus víctimas acababan de explicarlas.

—Candi—prosiguió Biassou—, llévate al prisionero y entrégale a la custodia de los negros de