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Asambleas, tal vez nos veríamos arrastrados a hacer la guerra contra nuestros hermanos, los súbditos de estos tres reyes, a quienes hemos jurado fidelidad.

“Además, no sabemos lo que se quiere decir por la voluntad de la nación, puesto que desde que el mundo reina no hemos ejecutado sino la de un rey. El príncipe de Francia nos quiere y el de España no cesa de darnos socorro. Les ayudamos y nos ayudan: ésta es la causa de la humanidad. Y luego, aun cuando nos faltaran estas Majestades, pronto habríamos tronado un Rey.

“Tales son nuestras intenciones, mediante las cuales consentiremos en hacer la paz[1].—Firmado, Juan Francisco, general; Biassou, mariscal de campo; Desprez, Manzeau, Toussaint, Aubert, comisionados ad hoc.”

—Ya ves—añadió Biassou, concluída que fué la lectura de este documento de la diplomacia negra, que se me quedó estampado en la memoria palabra por palabra—; ya ves, digo, que estamos de paz. Ahora bien: esto es lo que pretendo de ti. Ni Juan Francisco ni yo nos hemos educado en las escuelas de los blancos, donde se aprende a charlar bien; sabemos pelear, pero no escribir, y, sin embargo, no quisiéramos que hubiera en nuestra carta a la Asamblea nada que pudiese excitar la burla orgullosa de nuestros antiguos dueños. Tú me parece que has aprendido esta frívola ciencia


  1. Parece que, en efecto, se le remitió a la Asamblea esta carta, tan ridículamente característica.—N. del A.