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los últimos hombres desfilaron, el sol teñía débilmente de un rojo cobrizo la frente granítica de las montañas de oriente.

XXXVIII

Biassou parecía meditabundo, y cuando, terminada la revista y dadas sus órdenes postreras, se retiraron los rebeldes a sus chozas, me dirigió al fin la palabra en tales términos:

—Ya has podido juzgar a tu despacio, joven, de mi ingenio y poderío, y he aquí llegada la hora de que vayas a participárselo a Leogrí.

—No ha consistido en mí que tarde tanto—le respondí con indiferencia.

—Razón tienes—replicó Biassou.

Y aquí se detuvo un instante, como para observar qué efecto iban a producir en mí las siguientes palabras:

—Y, además, de ti penderá el que nunca llegue.

—¿Cómo es eso?—exclamé pasmado—. ¿Qué quieres tú decir?

—Sí—prosiguió Biassou—; en tus propias manos tienes tu vida, y si quieres, puedes salvarla.

Este arrebato de clemencia, el primero y el último, sin duda alguna, que Biassou haya jamás sentido, me pareció un prodigio. El obí, como yo, lleno también de sorpresa, saltó del asiento donde por tan largo rato había permanecido inmóvil y en actitud extática, al estilo de los faquires in-