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rones, salto-atrás y toda clase de mestizos libres; o ya catervas errantes de negros cimarrones, con el ademán soberbio y carabinas relucientes, que arrastraban entre filas sus carretones henchidos de despojos, o algún cañón arrebatado a los blancos, menos cual arma ofensiva que trofeo, cantando a toda voz los himnos rebeldes de Gran-Pré y Oua-Nassé. Por encima de tanto y tan diverso concurso tremolaban banderas de todos colores y con todas divisas: blancas, rojas y tricolores, adornadas con flores de lis y con el gorro de la libertad, y llevando por lema: Mueran los sacerdotes y los aristócratas, ¡Viva la religión!, ¡Libertad e igualdad!, ¡Viva el Rey!, ¡Muera la metrópoli!, ¡Viva España!, ¡No más tiranos!, etcétera, etc.; extraña mescolanza y claro indicio de que las fuerzas de los rebeldes eran un tropel sin objeto determinado, y de que no menor desorden que en los hombres reinaba en las ideas.

Al pasar, a su vez, por la gruta, las escuadras rendían sus banderas, y Biassou devolvía el saludo. A cada batallón le dirigía algunas palabras de reprensión o de elogio, y cada palabra severa o halagüeña que caía de sus labios era acogida por sus secuaces con fanático respeto y una especie de temor supersticioso.

Pasó al cabo aquella inundación de bárbaros, y confieso que, si al principio sirvióme de distracción, llegó por último a serme penosa la vista de tanto forajido.

Mientras tanto, la tarde declinaba, y, cuando